Este trabajo indaga sobre la potencialidad política del discurso íntimo en la performance, tomando como objeto de estudio la obra "Recordar 30 años para vivir 65 minutos" de Marina Otero.<!--break--> Partiendo de la transposición conceptual de la condición icónico-indicial del signo fotográfico para Jean-Marie Schaeffer, la simbiosis entre la semejanza y la existencialidad como modos de relación referencial de la imagen con su impregnante real permite comprender el planteo relacional de la obra de Marina Otero a partir de la exposición de lo íntimo. El reconocimiento icónico y la fisicalidad indicial no aparecen como simples recursos escénicos sino como un modo específico de experiencia perceptiva que sostiene la producción de sentido de toda la obra y determina una modalidad de recepción. De esta manera "Recordar…" ofrenda su intimidad en un juego que utiliza la semejanza y la existencialidad de sus signos constitutivos para invertir la exaltación de lo individual en la construcción de un lazo colectivo. Estas reflexiones sobre la traza política de la irrupción de lo íntimo en la escena contemporánea permiten resignificar la noción de arte relacional desde una perspectiva semiótica. Surgida desde la curaduría de las artes visuales con Nicolas Bourriaud en paralelo con su correlato filosófico de estética relacional elaborada por Jacques Rancière, esta noción da cuenta de un fenómeno artístico y político que pone en crisis el aspecto vincular de la experiencia sensible y lo señala como lugar de emergencia en la contemporaneidad. En este sentido, la exposición de lo íntimo inventa un modo de estar-juntos que reconfigura el territorio común del artista y el espectador. "Recordar…" es la exposición de una experiencia para ser compartida, en una comunión que opera a la vez por identificación y extrañeza. Identificación, porque en la sensibilidad de los elementos expuestos (las fotos, los videos, los objetos, el sonido, el cuerpo) se pone en juego una intimidad que aúna, que toca. Y extrañeza, en la fragmentación y el montaje de esa intimidad compartida, donde la singularidad de la performer se transfiere a las singularidades que han empatizado con su experiencia. De este modo, la obra logra una construcción deconstruida de aquello que nos constituye como individuos y de aquello que nos enlaza como comunidad.